sábado, 17 de marzo de 2012

Otoño. Verano.


Eres un completo otoño: ojos castaños, oscuros, brillantes. Destilan dulzura, ¿sabes? Es sorprendente. La destilan igual que un caballo destila sudor tras una larga carrera, y eso me rompe los esquemas, los prejuicios aprendidos. Y me gusta tu pelo de color tierra, liso, o quizá ondulado, recogido en una cola baja, que le da a tu cara una forma redondeada, y tus mejillas parecen blanditas. Tienes la quijada repleta de cortos pelitos marrones. Y la piel se adivina suave bajo ellos. Otoño, todo tú, contrastando conmigo. Que aún apesto a hierba fresca, a césped, a niñez, y soy dorada y verde como el verano. 


Y adivino que a veces me miras de reojo mientras observo el televisor, recitando palabras y explicando tramas, y señalando personajes, perdida en mundos imaginarios que no conoces pero por los que te interesas con ojos ávidos. Me sonríes, preguntas dudas, te las contesto con pasión pues estoy hablando de algo que me llena. Y adivino que te gusta taparme los pequeños pies con tu manta calentita, y que no me dispensas más mimos porque aún no sabes cómo voy a reaccionar. Que no te acercas más en el sofá porque no quieres intimidarme, y yo no fuerzo, solo se rozan nuestros antebrazos, tímidos. Porque soy trece años más joven, y no quieres espantarme. Ante todo eres un caballero, y como tal actúas, despacito, sonriendo, como domando un gato callejero que puede huir si te mueves demasiado bruscamente. Y no sé si tú sabes que yo sé todo esto, pero no me importa porque sabes que me estoy dejando domesticar. Poquito a poco, ganándote mi confianza.

Me preguntas qué quiero para cenar, y has comprado hamburguesas con vegetales, y hay rape en caldo, y fríes maíz en la sartén mientras me hablas de Metallica o de Gamma Ray, y de los inicios de tu grupo, y de la importancia de la batería y el bajo. Me dejo instruir por tus palabras, tengo sed de conocimientos. Me cuentas qué hay detrás de la letra de una canción que escribiste para vuestro último disco. Me gusta escucharte, igual que me gusta tu estantería repleta de libros sobre ciencias, sobre plantas, historia, o educación. Me provoca el mismo sentimiento de fascinación de cuando era una niña de menos de 10 y entraba a hurtadillas en el despacho de mi tío a leer enciclopedias de biología, escondida bajo la mesa. Me recuerdas a él, y sonrío al ver tus DVDs de documentales, y te explico que a mí me apasionan, y me miras con ojos brillantes y una sonrisa de niño feliz. Y no entiendo cómo sigue allí porque tienes trece años más que yo, porque yo imagino que aquellos más adultos son depredadores hambrientos, peligrosos, y entonces vuelvo a encerrarme en el caparazón, con miedo a salir. Sigo poniendo la mesa mientras tú calientas el pan, escuchando tus palabras que llegan desde la cocina, despreocupado y simpático, paciente, sin ningún gesto que deje ver que intentas acercarte más que un simple amigo. Me desconciertas, rompes las defensas de forma natural. De forma perfecta.

Cenamos sin dejar de hablar. Brindamos con vino. Me cuentas tu viaje en caravana con tus dos mejores amigos, tu estancia en latinoamérica, cosas de tu familia, de tus sobrinos. Tienes muchos hermanos y yo no tengo ni uno. Hablo, escuchas, ríes mis chistes. Me pides que te ayude a ponerte el maíz en el tenedor, y yo, nerviosa, soy torpe y no sé cómo. Nos reímos otra vez, y yo me siento azorada porque no me gusta equivocarme ni dar la imagen de ser estúpida. Porque no lo soy, y cuando me equivoco me siento inferior e indigna. Una herida supurante aún sin curar, de la que no te hablaré hasta dentro de muuucho tiempo. Sacudo la cabeza sonriendo y me pasas el pan, mientras me cuentas alguna otra cosa. Se me olvida mi torpeza, y de nuevo estoy tranquila y contenta. Bebemos.

Me gusta jugar en mi terreno, y dominar la situación en todo momento, ser el macho alfa, poner mis normas y mis límites. Pero ahora no lo soy, siento que eres mi superior, y me da la impresión de que camino sobre hielo quebradizo... aunque la verdad es que me haces sentir muy cómoda y tranquila. Es más, se me olvida que la situación podría ser peliaguda, haces que confíe. Eso me tranquiliza. No me suelo fiar jamás al 100% de los tíos, me da la sensación de que en cuanto me descuide me pondrán la mano en una teta y tendré que ponerlo en su sitio. Limitarlos, contenerlos, defender mi territorio. Pero contigo eso no me pasa, tu mirada me transmitió buenas vibraciones desde que te vi por primera vez y acepté encantada cenar croquetas con vosotros sabiendo que todo iría bien de antemano. Tienes algo que mola, es como tranquilidad y bondad en los ojos, y la sonrisa franca. Intuyo lealtad y honor. No suelo equivocarme.

Si no fuera por eso, ni siquiera hubiera aceptado quedar contigo hará semanas para tomar algo. No me habría fiado ni un pelo. Pero puedo ver en el interior de las personas a través de los ojos como si me asomara por una ventana. Y me gusta lo que veo en la tuya.

Me enseñas una foto de cuando tenías mi edad, eras guapísimo. Sigues siendo guapo, pero me hubiera gustado conocerte con 22. Claro, que entonces yo tenía 9 años. Dios mío. La diferencia es abismal al pensarlo. Me entra vértigo.

Cuando se hace tarde me dices que no me preocupe, que me llevas a casa. El otro día sucedió algo así como...
   - ¡Te acuerdas del camino!
   - Quería sorprenderte- y se echó a reír. Ese comentario podría haberme puesto alerta si fueras cualquier otra persona, pero estaba tranquila y me reí con ganas. Cómoda.

Cuando para el coche me quieres dar explicaciones de un par de cosillas, porque has tenido que ausentarte un momento cuando estaba yo en  tu casa. Sonrío, te digo con total sinceridad que no te preocupes, que no me ha molestado. Soy así, no me importan las cosas que no se hacen de mala fe, y comprendo que hay asuntos personales que pueden requerir su tiempo, que es lo más normal del mundo.

Sonríes, sigues explicando para que yo no me haga una idea equivocada ni extraña. Pero no lo necesito, pues tus ojos me dicen que me estás contando la verdad. Suspiras. Parece que estás acostumbrado a tratar con personas desconfiadas que necesitan mil excusas por cada movimiento, y te dejo hacer si es lo que te tranquiliza. Cuéntame. Y acabas, y nos quedamos mirando, y te digo que muchas gracias por todo, que he estado muy a gusto... y tú me sonríes y me dices "sí, yo también"...

... y de repente nos estamos besando.

Y fue un beso cálido y paciente, de esos tranquilos, de sorber despacito los labios, con dulzura. Y siento tu lengua acariciando la mía, y tus pelitos de la barba frotando mi cara. Me acaricias la cara tranquilamente, y yo tu cuello. No sé cuánto tiempo estamos así. Sin sentirme cohibida ni violentada. Extraño en mí, me siento bien. Solo es un beso...

Y cuando nos separamos, apoyas tu frente en la mía y me sonríes. Sigues teniendo la sonrisa de un niño, y la verdad es que se me olvidan los años que nos llevamos, y que podrías ser un feroz depredador, y todas esas cosas que te meten en la cabeza entre unos y otros. Me acaricias las mejillas. Y frotas tu nariz contra la mía, en un gesto que creía exclusivamente mío. Sonrío y te beso yo esta vez.

Y antes de despedirnos, antes de salir del coche, te deseo que lo pases muy bien en tu viaje (que vas a hacer estas fallas) y  te doy un besito fugaz en la mejilla. Quizá sea muy cándida y muy inocente. Como te digo, apesto a verano. Pero me sonríes y me dices adiós con la mano, feliz. Y esperas a que entre en mi casa antes de arrancar el coche. Eres un caballero. Ya veremos lo que depara el tiempo.

Me gustan tus ojos marrones de otoño.


El día 12, mi cumpleaños, fue la única persona que me regaló algo. Sin haberle recordado la fecha, simplemente la nombré hará unas semanas, de pasada. Ni siquiera mis padres lo hicieron, y mi propia madre suele olvidarse. No es peraba que se acordaras, ni siquiera vi venir que recordara que mi cumpleaños era este mes. De hecho no dije nada cuando nos vimos, no quería que fuera un día señalado, solo quería que fuera un día normal, uno más. Fue una sorpresa enorme. ¡Qué detallista! Vaya... y encima el libro que más le ha gustado en su vida...

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